Ensayos sobre la Libertad y la Terapia Ocupacional
El momento que estamos viviendo, próximos al cumplimiento del primer año desde el inicio de las restricciones en nuestra vida cotidiana desencadenadas por la Pandemia del Covid-19, en plena exacerbación de los casos, rumbo al colapso hospitalario (al menos en determinadas comunidades autónomas españolas) y frustrados por el incumplimiento aparente de las expectativas en relación a los procesos de vacunación, parece quizá propicio para empezar a transitar una serie de ensayos en relación a la libertad (o la experiencia de su privación) y su vínculo con la Terapia Ocupacional.
Durante la primera ola y la fase de Estado de Alarma con confinamiento domiciliario, resultó muy llamativo observar un discurso colectivo del que se desprendía gran interés por el equilibrio ocupacional de las personas. Esto derivó en que equipos investigadores, profesionales, Asociaciones y Colegios lanzaran una significativa cantidad de iniciativas para su estudio y su cuidado. Resultaba llamativo como, en ese periodo de nuestra historia más reciente, la Terapia Ocupacional española parecía integrar, como quizá nunca antes, una perspectiva ocupacional de la salud de toda la población, validando de forma autónoma la ocupación como elemento generador de salud, con independencia de la existencia o no de un diagnóstico médico, y considerando la influencia esencial de elementos estructurales y socio políticos en las limitaciones de la participación, lo que, sin duda, se parece mucho a una perspectiva socio comunitaria de la profesión.
Qué condicionantes pudieron influir en esta efervescencia resulta en sí mismo un tema de interés y, de alguna manera, invita a contemplar sus luces y sus sombras. Por un lado, parece evidente que la experiencia de privación colectiva ha despertado la preocupación y la necesidad de posicionamiento de la terapia ocupacional sobre el potencial daño que las restricciones sobre la libertad pueden generar sobre las personas. Esto contrasta, de una forma muy llamativa, con la escasa presencia laboral de terapeutas ocupacionales en contextos de privación de libertad extrema (prisiones, centros de internamiento, centros de menores, campamentos de refugiados, etc.) y la escasez de antecedentes que denoten una reivindicación solvente por modificar esa realidad y alertar al contexto social y político de dicha problemática.
Sin ir tan lejos, la ausencia de una reflexión sobre el ejercicio de las libertades en contextos como geriatría o salud mental (donde sí tenemos una mayor implantación en nuestro contexto), que nazcan de una motivación intrínseca y vayan más allá del discurso sobre la humanización asistencial (al que, por cierto, se le están viendo todas las costuras como consecuencia de la Pandemia), hace pensar, como ya dije en otros foros, que la preocupación que la privación de libertad nos despierta tiene más que ver con la experiencia de vivirla en nuestras propias carnes, que con la empatía hacia quienes padecen esa realidad y/o articulación de un discurso colectivo libertario.
Así, según nos fuimos desconfiando y, los privilegiados, pudimos volver al progresivo disfrute de nuestra libertad, aún dentro de una vida cotidiana altamente restringida, el proyecto de cuidado del equilibrio ocupacional por parte de la disciplina se ha ido desdibujando. Es más, en mi opinión, la terapia ocupacional era, de entre todas, la disciplina privilegiada para afrontar el reto de analizar y atender las necesidades derivadas de la nueva normalidad en las actividades de la vida cotidiana y afrontar la transformación que estamos experimentando en nuestros modos de hacer, pertenecer y ser, en las fases post confinamiento duro. Nada de eso está ni aparentemente se espera, y otros ocuparán (u ocupan ya), por supuesto, nuestro lugar en la atención a esas necesidades. Quizá pensar en cómo nuestro discurso o la generación de nuestra evidencia está respondiendo más a una visión biomédica y no tanto a una perspectiva ocupacional de la salud pueda hacernos reflexionar sobre el camino que queremos seguir y los que estamos abandonando.
Y es que, aunque se entienda en el imaginario común, que el desempeño ocupacional tiene una relación inherente con la libertad y el ejercicio de los derechos, poco se ha integrado este concepto en nuestra práctica, siendo sustituido, en la mayoría de los casos, por el término de autonomía personal que, desde mi punto de vista, es usado erróneamente como sinónimo. Intentaré justificarlo:
Si uno acude exclusivamente a las definiciones de ambos conceptos en la RAE se puede observar que la libertad se reconoce como una facultad natural del ser humano y un derecho de valor superior. Mientras que la autonomía, por contra, se identifica como una condición antes referida a los Estados que a las personas y, en todo caso, como una cualidad individual. La libertad se vincula tanto al hacer como al no hacer introduciendo una noción de responsabilidad sobre los propios actos, mientras que la autonomía se vincula solo al hecho de hacer algo enfatizando en no requerir, para ello, de ayudas o apoyos de terceros. Por último, la libertad se define en contraposición a los límites o las restricciones, mientras que la autonomía se desarrolla en el marco de ellos.
Parece evidente que el término libertad, incorpora mayores dimensiones, en cuanto su esencia natural, a la condición de quien la ejerce, a su noción como derecho, a los daños derivados de su restricción y, en consecuencia, a los estándares aplicables a su merecida protección, frente a los aportados por el concepto de autonomía, tan comúnmente empleado en terapia ocupacional. No hablar, por tanto, de privaciones de libertad y sí de limitaciones en la autonomía, despoja, en cierto grado, a la terapia ocupacional de sus obligaciones con respecto a las personas y desactiva la dimensión política de nuestra profesión, en tanto en cuanto, pasamos de ser promotores de un derecho esencial de toda la humanidad, a gestores de apoyos para la subsanación de una cualidad o condición dañada en unos pocos individuos.
Como elemento adicional, que entiendo viene a reforzar este planteamiento, no es evidentemente una casualidad que entre los principios éticos que regulan el ejercicio profesional de la terapia ocupacional en España reflejados en la reciente publicación del Código Deontológico del Consejo General de Colegios de Terapeutas Ocupacionales (de aplicación a todas y todos), el principio de Autonomía y Autogestión ocupe el primer lugar; siendo definido más como el mandato por promover espacios de tratamiento en el que comunidades e individuos adopten libre y conscientemente sus decisiones, atendiendo a su cultura, valores, derechos y obligaciones, debiendo, el profesional, actuar como garante para el ejercicio de dicho derecho, que como la obligación del terapeuta ocupacional de promover actuaciones para alcanzar la máxima autonomía (en el sentido tradicional de conseguir que la persona alcance lo que quiera sin apoyos de terceros).
De algún modo, sería quizá pertinente profundizar sobre si descripciones e imágenes de la terapia ocupacional vinculadas a la promoción de la libertad de los seres humanos, podrían resultar más sensibles y significativas, desde un punto de vista cultural, en determinados contextos o con determinadas poblaciones en las que la noción de autonomía occidental no encuentra sentido o encaje. Del mismo modo, resultaría conveniente reflexionar sobre el extremo hasta el que la profesión debe defender la libertad individual y buscar herramientas y métodos para resolver los conflictos deontológicos que, sin duda suceden, cuando el libre desempeño de ocupaciones colisiona con las restricciones de la vida en comunidad. Pues podría parecer (y de hecho parece en determinadas prácticas) que la terapia ocupacional, en la medida en que su esencia se encuentra estrechamente vinculada al ejercicio de libertades, y en tanto en cuanto, su investigación y teoría ha estado eminentemente influía por corrientes de pensamiento occidental, sea la profesión sociosanitaria neoliberal por excelencia.
Nada más lejos que defender el planteamiento de que las libertades y deseos individuales deben estar por encima de cualquier cosa y que son los humanos y los sistemas que articulan quienes, una vez saciadas sus necesidades y deseos, se autolimitan, armonizándose la vida social de una forma justa, de una manera casi espontánea y natural. Si algo hemos aprendido de la actividad humana, especialmente en los momentos de crisis, es que no es capaz de regularse por sí sola y que los contextos sociales y económicos, donde los mecanismos de control son menores, resultan el caldo de cultivo idóneo para el incremento de la desigualdad y el abuso.
Ejemplos de nuestra vida cotidiana en los que los postulados del libre mercado han demostrado ser fallidos hay múltiples, desde la regulación de los precios de la energía o la vivienda atendiendo a la oferta y la demanda, a los oligopolios tecnológicos, financieros o mercantiles, o el fenómeno de la “economía colaborativa” que no ha resultado otra cosa que un eufemismo de la precarización del empleo, generando realidades como las de los/as trabajadores/as pobres, o los/as falsos/as autónomos (elefante en la habitación del que, por cierto, estaría muy bien reflexionar algún día en este Blog, como se suele decir, a “calzón quitao”). Un ejemplo más, es el lamentable espectáculo que en 2020 hemos vivido con el mercadeo de los EPIS y el que estamos a punto de presenciar en 2021 con la actividad fenicia en torno a las vacunas y el sálvese quien pueda, por encima de toda moral; o la pantomima de apelar a una responsabilidad individual inexistente ocultando el verdadero objetivo de salvaguardar intereses económicos particulares, juego en el que Madrid está resultado ser el tablero principal.
La postura liberalista extrema resulta ser, a la postre, la más indiferente a los problemas humanos, en tanto que posiciona el foco sobre las decisiones individuales desentendiéndose de circunstancias que las condicionan o determinan. Así, el delincuente, el parado, la prostituta, el drogadicto, el indigente o el trabajador precario lo son porque quieren; todo es justificable bajo el parámetro de sus elecciones libres y, en todo caso, lo que se pretende es que aquella actividad potencialmente beneficiosa, encuentre el marco legal y administrativo adecuado para desarrollarse sin que el rédito económico que se genere quede fuera del paraguas del sistema. Siempre habrá una excepción paradigmática a la que aferrarse para justificar la conveniencia de “legalizar” el sufrimiento humano, a la vez que no se hace nada para eliminar las condiciones que lo generan o atender sus consecuencias.
Lamentablemente, el inmovilismo del pensamiento conservador, negando, por imperativo legal o moral, la oportunidad a las personas para tomar decisiones sobre su propia vida (o su muerte), rehusando las oportunidades del progreso, obligándoles a resignarse a lo que les ha tocado vivir o al curso natural de los acontecimientos de su vida; como si aquello que vivimos fuera el resultado de la justicia u obedeciese a un plan por el que debemos transitar con sumisión beata, resulta igualmente inaceptable. Especialmente para aquellos que no tienen la fe en que su estoicismo encuentre una recompensa más allá de esta vida y para quienes cuestionan que el sufrimiento humano derivado de la enfermedad, la vulnerabilidad o la exclusión no tenga su origen en la opulencia y la codicia de otros humanos como nosotros, privilegiados por un sistema injusto y cruel.
En todo caso, negar que exista cualquier posibilidad de hacer nada frente a un problema, o justificar que son las decisiones libres de la persona las que le han llevado y las que podrían sacarle de él, nos conducen a la misma inasumible posición profesional: la indiferencia. Pero, entonces, ¿cómo responder a la exigente demanda deontológica de promover espacios para el desempeño ocupacional libre sin caer en el laissez faire o en la cómoda toma de decisiones siempre respetando la estructura y el marco del sistema? Sin duda, ser un agente capaz de ponderar las limitaciones sobre el libre ejercicio de ocupaciones, cuestionarlas y actuar como garantes de ese derecho, es lo más parecido que encuentro a aquello que antes se decía de “el arte y la ciencia” de la terapia ocupacional.
Afortunadamente, conceptos como los de conciencia ocupacional, terapia ocupacional ecosocial, u ocupaciones colectivas, de los que ya hemos venido hablando en este Blog, y que forman parte de lo que podría definirse como una corriente de terapia ocupacional crítica, feminista, decolonial, no hegemónica o ecopacional, pueden orientarnos hacia el desarrollo de una ética de la ocupación humana, imprescindible para articular un discurso y una práctica coherente, capaz de cuestionar las restricciones (del tipo que sean) que limitan la libertad de las personas y a la vez justificar aquellas que responden a un bien superior, a una obligación moral o ciudadana para con otros o para con el planeta en el que vivimos.
Desde mi propia experiencia específica en la formación bioética, diría que los conflictos deontológicos cotidianos vinculados a las ocupaciones de la vida diaria no interesan especialmente (por ahora) a la comunidad sociosanitaria en general, ni a la Terapia Ocupacional, en particular, más centradas en los grandes debates éticos relativos a la eutanasia, el aborto, la investigación embrionaria, el transhumanimo, la modificación genética, la protección de datos, la administración de las vacunas contra la COVID, etc.; aunque probablemente la actividad de muchos Comités de Ética Asistencial resulte algo distinta al enfrentar la realidad de los dilemas que emergen de la práctica diaria. De hecho, considero que, sin cuestionar el valor de la visión multidisciplinar, en el discurso sobre la humanización asistencial, la terapia ocupacional debería ser una voz protagonista pero que, en ausencia de esta ética de la ocupación, su teoría y su método, nuestra legítima posición se está viendo sustituida.
Nosotros, y no otros, debimos decir alto y claro que una video llamada era una ocupación humana básica para los moribundos aislados y sus familias, debimos promoverlas y asistirlas como parte imprescindible de la dignificación del proceso de morir. Nosotros, y no otros, debimos idear y promover formas de encuentro interpersonal en residencias para quienes permanecieron confinados sin tener la enfermedad. Nosotros, y no otros, debimos clamar ante el cierre de espacios abiertos y zonas de juego infantil y su impacto sobre la participación y el desarrollo de niños y niñas, por poner algunos ejemplos. Seguro que hubo y sigue habiendo quien se implica a este nivel, pero lamentablemente, y hay que reconocerlo, esas experiencias no han servido para tejer el altavoz colectivo que la situación requiere y, además, han convivido con quienes han manifestado la no esencialidad de nuestros servicios.
Urge, desde este punto de vista, que las estructuras colegiales, cuya trayectoria histórica en algunos territorios empieza a ser notable, impulsen el debate deontológico en terapia ocupacional para ayudar a resolver los potenciales conflictos emergentes del derecho al libre ejercicio de ocupaciones y sus límites. En primer lugar, porque son las responsables de hacerlo y, en segundo, porque la publicación del Código Deontológico de la TO supone un punto de inflexión y una referencia desde la que empezar a articular un discurso más fundado y complejo, que trascienda las meras recomendaciones deontológicas. La demanda y el consumo preeminente de otros contenidos o materias por parte del colectivo no exime a las organizaciones colegiales de su responsabilidad en el impulso de los debates en torno a la ética de la profesión, ni justifican su silencio en referencia a los grandes debates bioéticos existentes en nuestra sociedad o que pudieran preocupar a nuestro colectivo. No los sabemos, porque no hay foros en los que debatir sobre ellos ni comisiones deontológicas que puedan atenderlos. En definitiva, teorizar, investigar o ejercer una terapia ocupacional maquiavélica, al margen de toda dimensión ética, es un lujo que no podemos permitirnos.