Cómo hablar (si no encuentro la palabra exacta)
“Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo”
(Ludwig Wittgenstein)
Quienes de algún modo, acumulamos en la micro esfera pública de la terapia ocupacional unos ciertos años de experiencia, tenemos, en muchas ocasiones, la percepción de que ciertos debates, temáticas y heridas, se reabren cíclicamente en nuestra profesión, obligando a quienes la conservan, a recuperar la memoria histórica para traer al presente los pactos, consensos y conclusiones alcanzados tiempo ha, como forma de avanzar y trascender los problemas que se nos presentan como nuevos, pero que, ciertamente, no lo son.
En este sentido, advierto ya que el contenido de esta entrada hace referencia a uno de esos debates, sobre los cuales, uno tiene la sensación de estar periódicamente en constante proceso de explicación y/o justificación. Por tanto, lo que a continuación encontrará el lector no es nuevo (o a mí no me lo parece), pero, por lo menos, tendremos un espacio al que poder remitirnos cuando, dentro de unos meses (o de unos años), este asunto vuelva a aparecer en nuestras vidas.
Así, no hace ni un mes y coincidiendo además con el Día Internacional contra la Violencia de Género, el Colegio Profesional de Terapeutas Ocupacionales de la Comunidad de Madrid se constituía oficialmente, cerrando exitosamente un proceso que ha durado (para quienes no tengan noción histórica de la importancia y el esfuerzo del hecho) más de dieciocho años de trabajo. Dada la relevancia del acontecimiento, se redactó, como en otras ocasiones, una nota de prensa con el fin de llegar al mayor número de medios de comunicación posibles, cuestión que, en Madrid, dada la cantidad de noticias y eventos con los que “se compite”, resulta tremendamente complejo. Afortunadamente, EFE recogió el guante y, modificando el contenido original, hizo circular la noticia entre los medios, alcanzando un impacto notable (o, al menos, mucho mayor que en otras ocasiones).
Lo que a priori se tendría que valorar como una conquista colectiva y organizativa, se tornó, inesperadamente, en descontento, y reavivó el recurrente debate por un ‘pequeño matiz’: la noticia, cuando hacía referencia al conjunto de profesionales que integran la terapia ocupacional en Madrid, lo hacía en femenino. La “decepción” no pareció aminorar a pesar de las explicaciones… llegando a plantearse que poner de relieve la condición mayoritariamente femenina de nuestro colectivo, era una forma “sexista” de comunicar.
Pocos meses antes, en la página de Facebook del Cento Cáceres, nuestra compañera Esther Domínguez, reclamaba el uso de un lenguaje inclusivo a la organización, ante el empleo mayoritario del masculino en sus publicaciones para referirse a todas las terapeutas ocupacionales. En aquel entonces y ahora, aquella reivindicación me pareció extremadamente procedente… más si tengo que considerar que me han pedido tratar el tema de la violencia de género en ese mismo Congreso, y esto abre, sin duda, la posibilidad de generar una reflexión previa sobre los contextos de desigualdad que son, precisamente, el germen de esa violencia.
Me ha bastado media hora más de consulta por redes sociales (y algún WhatsApp) para encontrar otros ejemplos similares. El más reciente de ellos, en la propia página de Facebook de COPTOEX, a propósito de una consulta sobre intrusismo profesional, donde se colaba, de rondón, una reclamación sobre el pronombre “vosotras” y su carácter insuficientemente inclusivo par los hombres terapeutas ocupacionales.
Lo que sin duda parece, a la luz de los ejemplos expuestos, es que en terapia ocupacional el lenguaje importa, pero que, a la vez, su uso parece estar en cuestión, fruto de la confrontación entre dos posiciones (o elecciones) que, no en pocos casos, pretenden justificarse bajo argumentos lingüísticos. No, lo digo de entrada. No creo que esta sea una discusión sobre los usos de la lengua, me parece una cuestión eminentemente política.
Pero para quien me pudiera discutir esta premisa inicial, y considerando que el debate que pueda generarse será entre terapeutas ocupacionales y no entre académic@s de la RAE, que podrían seguro centrarse con mayor profundidad, conocimiento y rigor en esta materia; me he tomado la molestia de considerar ambas vertientes (la lingüística y la política) a la hora de enfrentar el mismo, tomando como referencia, para la primera de ellas, cualquiera de los contenidos y materiales pedagógicos existentes en internet, generados para explicar las funciones del lenguaje en las aulas, y sobre los que me ha parecido existe un notable consenso.
Parece evidente, que la función del lenguaje más comprometida, atendiendo al tipo y contexto de los ejemplos expuestos, y a la voluntad de todas nosotras por informar sobre nuestra profesión lo mejor posible, es la representativa o referencial, cuya finalidad es la de transmitir contenidos de forma objetiva. Y, en este aspecto, los datos son tozudos: más del 90% del colectivo de terapeutas ocupacionales, según el INE, son mujeres. ¿Qué género entonces, describiría de un modo más preciso nuestra realidad? Si a través del lenguaje queremos darnos a conocer y hacerlo sin engañar, sin camuflar, sin vender lo que no somos… ¿por qué esconder la condición femenina mayoritaria de la profesión cuando comunicamos? ¿no sería esta, una forma también de contextualizar social e históricamente nuestro desarrollo como disciplina para entender mejor (y hacer entender) nuestra actual situación profesional y la posición que ocupamos en los espacios sanitarios, investigadores, educativos, políticos y públicos?
Precisamente, invisibilizar esa realidad femenina tan abrumadora, para satisfacer a los escasos hombres de la profesión y hacerles “sentir dentro” del “vosotras”, me parece perpetuar la lógica patriarcal, en la que intereses, necesidades y objetivos de las mujeres, quedan siempre supeditados al bienestar de los hombres. Más si cabe, en el contexto de una profesión feminizada como la nuestra, donde los hombres, no solo estamos (o deberíamos trabajarnos para estar) perfectamente adaptados e integrados en el “nosotras”, sino que, además, esa condición de minoría, nos otorga un estatus de especial privilegio, como ya contamos en el artículo “Ocupaciones de mujer(es), ocupaciones de hombre(s): la influencia del sexo sobre la ocupación y sobre la profesión de la terapia ocupacional en España”, del que recupero solo un párrafo:
“Según Ibáñez y Pascual, los varones en ocupaciones femeninas presentan mayor permanencia en la empresa, mayor tendencia al contrato indefinido, a trabajar a jornada completa, muestran así mismo una mayor probabilidad de ocupar puestos de supervisión y la diferencia de ingresos con respecto a las mujeres parece significativamente relevante. En ese mismo sentido, como relata Meade, en un trabajo realizado en Australia los terapeutas ocupacionales hombres tienen más posibilidades de promocionar más rápidamente que sus colegas femeninas y ejercen una desproporcionada influencia en la profesión”. En este último aspecto, si uno piensa proporcionalmente en presidentes de Colegios Profesionales, directores de Revistas, Directores de centros asistenciales, Miembros de Comités, etc. igual no hay que llegar a las antípodas para encontrar los privilegios masculinos. Quizá es buen ejercicio recordar esto, la próxima vez que uno sienta deseos de reivindicarse como hombre ante el uso del “nosotras”.
Hay también quien, en otras ocasiones, me ha rebatido diciendo que las profesiones no tienen género, que no son ni masculinas ni femeninas. Ante esto, por un lado, me veo en la obligación de reconocer que, lingüísticamente, la terapia ocupacional, como nombre o sustantivo, sí tiene género, y es femenino. No existe “el terapia ocupacional” y, por tanto, el conflicto no surge a la hora de nombrar la profesión, donde todas coincidimos en la forma de expresarnos, sino cuando nos toca referirnos al conjunto de profesionales que la integran y que, obviamente, sí tienen género y a las que, durante estos cien años de historia y de comunicación, se les ha asignado uno. El problema es que, en un siglo, jamás el género empleado (masculino) ha coincidido con la realidad y ese problema persiste hoy día.
Frente a quien pudiera contrargumentar el carácter genérico del masculino como forma inclusiva del lenguaje, recomiendo la lectura de “En femenino y en masculino. Las profesiones de la A a la Z” editado por el Instituto de la Mujer (Ministerio de Trabajo y Asuntos Sociales) en 2006, donde su autora, Eulàlia Lledó, realiza una batería recomendaciones al respecto la utilización de las formas del femenino y del masculino en los oficios, cargos y profesiones; la primera de las cuales resulta demoledora frente a esta postura: “Se eliminarán todas las fórmulas androcéntricas y sexistas para procurar asegurar la visibilidad de las mujeres de la mejor manera posible. Para garantizarla, se recomienda no utilizar en ningún caso el masculino como presunto genérico”.
Me parece muy pertinente también citar la “Guía de lenguaje para el ámbito de la salud”, donde la misma autora, tras un análisis de diferentes documentos sanitarios, señala que: “es constante y generalizada la anteposición del masculino al femenino (al estilo de las tarjetas de visita de las parejas heterosexuales, las tarjetas de los buzones de las mismas, etc.). Evidentemente, este orden no responde a ninguna regla gramatical; por tanto, si lo que se quiere es dar un trato igualitario a las personas, lo mejor es irlo alternando”. En este mismo sentido y respecto al uso de barras y guiones apunta que “la palabra que no sólo siempre sale entera, sino que además aparece en primer lugar, es casi siempre la masculina, y el término femenino (muchas veces tan sólo su morfema de derivación) se presenta como un mero apéndice y en situación de dependencia del masculino. Tampoco en estos casos, nada impide alternar el orden de aparición”.
Por último, he coincidido con otras compañeras que han aludido a cuestiones pragmáticas para no emplear el uso simultáneo de ambos géneros en su comunicación personal y/o profesional, atendiendo a una lógica de “economía del lenguaje”, o dicho de otro modo, intentar transmitir la misma información, con un menor esfuerzo comunicativo. Ciertamente, desdoblar los géneros puede perjudicar la inteligibilidad o la legibilidad de un texto, y este hecho puede hacer que las personas destinatarias del mismo se cansen y abandonen su lectura o, en el peor de los casos, que los medios de comunicación de masas ni siquiera atiendan a su publicación. Es por ello que, no en pocas ocasiones, es necesario tomar decisiones al respecto y es entonces donde el componente político emerge con mayor crudeza. Cuando nos toca usar la tijera para hacer los “recortes”, es donde florece el sesgo que decanta la guadaña casi siempre hacia el lado de ellas. Donde se pone de manifiesto que, como dice el título del libro de Economistas Frente a la Crisis: “No es economía, es ideología”.
Hace mucho que alguien me dijo que “el lenguaje construye realidades” (yo añado que también las perpetua). Por eso, desde entonces, he intentado, no sin esfuerzo, ajustar el mío a un uso que pudiera contribuir humildemente a cambiar lo que considero injusto, casi apelando a la función conativa del mismo (influir en el comportamiento de otras personas y provocar en ellas una reacción). Me sigue sorprendiendo tener que justificarlo, o explicar que no se trata de un descuido o un error… sino de un acto político consciente, premeditado y orientado a un fin que considero legítimo.
La lógica que haría inaceptable que terapeutas ocupacionales empleasen términos en desuso por su carácter peyorativo, estigmatizante o minusvalorativo, para referirse a las personas con las que trabajamos (pues hemos comprendido a la perfección el impacto negativo que pueden llegar a tener sobre sus vidas), es también válida y aplicable para hablar de la terapia ocupacional y sus profesionales. No persistamos, por tanto, en formas androcéntricas de comunicación que litifican la desigualdad, y consideremos dar prioridad al femenino para hablar entre y de nosotras sin ningún complejo, ya es tiempo.