¿Los servicios que queremos?

¿Los servicios que queremos?

 

“Allí donde domina el derecho a la propiedad, donde todo se mide con dinero, no puede hablarse de equidad ni bienestar social” (Tomás Moro)

 

Empezaré esta entrada pidiendo perdón por partida doble. Por un lado, por el tiempo en silencio dejando el Blog aparcado y, por otro, porque la motivación esencial para volver a tomar la palabra sea la necesidad de un desahogo, el producto de la frustración y la rabia y una forma, por qué no decirlo, de intentar digerir ambas.

Me explico, tal y como informaba en julio la Plataforma de ONG de Acción Social, en enero de este año “el Tribunal Constitucional admitió, a instancia del recurso presentado por la Generalitat de Cataluña, la inconstitucionalidad del modelo que, hasta ahora, se había seguido para conceder las diferentes ayudas a los programas dependientes del 0,7 del IRPF de fines sociales”. Se ponía así fin a unos cuantos años de litigio entre la Administración del Estado y la Generalitat, que reclamaba para sí la gestión de los recursos recaudados a través del 0,7 del IRPF en su territorio, y se anunciaba un inminente tsunami de cambios en el modelo de gestión del mismo que hacía temblar a las organizaciones no gubernamentales que desarrollan programas sociales; ya de por sí expuestas a la precariedad de su sector y a los riesgos de su propia idiosincrasia.

En la práctica y de un modo muy resumido, pero creo que suficientemente ilustrativo, el Estado (a través del Ministerio de Sanidad, Políticas Sociales e Igualdad) pasaba de gestionar el 100% de un total aproximado de 240 millones de euros, a gestionar el 20%, quedando el reparto del 80% restante, distribuido proporcionalmente, en manos de las Comunidades Autónomas.

 

Fuente: Boletín Oficial del Estado

 

Parece que, como casi todo en derecho, según la fuente a la que se acuda y la interpretación que se haga de la norma, la sentencia del Tribunal Constitucional resulta pertinente para unos e inadecuada para otros. Hay quien defiende que la asistencia social, entendida desde una perspectiva muy particular, es competencia de las CCAA y que además, son ellas quienes conocen mejor la realidad de las necesidades existentes en sus territorios, y sin embargo, también hay quien, como Luis P. Villameriel, defiende que “la lectura del título competencial de ‘asistencia social’ que ha realizado el Alto Tribunal, está demasiado vinculada a la raíz histórica de la beneficencia, y que no ha valorado que, actualmente, la ‘asistencia social’ debe ponerse en conexión con principios como el derecho a la inclusión social plena, la lucha contra la discriminación, o el principio de ejercicio real y efectivo de los derechos civiles, sociales y culturales por quienes están en riesgo de pobreza, exclusión o vulnerabilidad”.

Expuestos ambos puntos de vista, creo que es prudente que me ahorre la opinión sobre el trasfondo real que motiva una redistribución económica basada en la máxima de “los recursos para quien los genera”, bastante contraria, al menos desde mi punto de vista, con la esencia misma del fin social al que, se supone, se deben destinar dichos fondos. Bastará con que cite de nuevo a Villameriel que, recogiendo el testimonio de algunas de las organizaciones más importantes de la Plataforma del Tercer Sector ya anunciaba que: “un sistema basado en el reparto por CC.AA. de la asignación para fines sociales supondrá, un grave retroceso en la construcción de respuestas sociales basadas en la equidad y la solidaridad interterritorial”.

Finalmente y como era de esperar, la aplicación del  nuevo modelo de gestión tras la sentencia del TC ha tenido consecuencias sobre las entidades sociales, sus programas, sus trabajadores y, esencialmente, sus usuarios y usuarias (puedo dar fe en primera persona de su impacto). Y todo ello, teniendo en cuenta que todavía gran parte de las Comunidades Autónomas no han resuelto sus convocatorias; lo que dificulta, casi al cierre del año, no solo la realización de un balance real del impacto de la medida sobre el sector en su conjunto, sino la propia planificación de las entidades, ante la incertidumbre sobre la continuidad de sus acciones o, incluso, su propia existencia. A pesar, incluso, de que 2018 se planteaba como un año de “transición” en el modelo, con una cierta voluntad continuista en la asignación de fondos.

Esta realidad, tan cruda y tangible como que el día dos de enero me incorporaré a un nuevo puesto de trabajo, y el programa en el que venía desempeñando mi labor, vigente desde 1995, reconocido y premiado por la propia Administración, dejará de existir sin una fundamentación aparente; me ha llevado considerar de nuevo escribir sobre una idea que me venía rondando y que trasciende esta particular experiencia, aunque venga desencadenado por ésta. ¿Es este el modelo de Servicios Sociales que queremos?

Resulta curioso observar como los pilares que conforman el estado del bienestar en nuestro país se han venido desarrollando de una forma tan desigual. Existiendo, en la ciudadanía, una percepción más o menos mayoritaria sobre la necesidad de que sanidad y educación sean servicios eminentemente públicos y universales, donde las posibilidades de asentar el negocio privado estén, de algún modo restringidas. Siendo así que los intentos por subvertir esas reglas del juego han generado notables reacciones de resistencia (Mareas Blanca y Verde, por ejemplo). Mientras que, en lo que respecta a los servicios sociales, se ha tolerado, cuando no se ha promovido, la articulación de una red de recursos de “titularidad pública” que, en la práctica, está gestionada, en un porcentaje elevadísimo, por manos privadas.

Este modelo, del que participan la Administración, las organizaciones sociales y, cada vez en mayor medida, empresas de todo tipo y filosofía, expone a la ciudadanía a riesgos que, difícilmente aceptarían en otro tipo de servicios como la educación o la sanidad. Quizá esa tolerancia pueda deberse, en parte, a que en nuestro contexto la gran proveedora de servicios sociales y asistencia ante este tipo de problemáticas, siga siendo la familia, aunque sea una tendencia en decadencia, tal y como apuntaba recientemente El magistrado y portavoz territorial de Juezas y Jueces para la Democracia, Joaquim Bosch, en un tuit que levantó ampollas. Tal vez, tenga que ver con una cierta prepotencia en la autopercepción de clase, que hace que no nos consideremos potencialmente beneficiarios de los servicios sociales, al entender que las calamidades y penurias fruto de la pobreza, la vulnerabilidad y la exclusión son cuestiones que afectan a otros/as. O quizá, simplemente, haya quien piense que los sujetos adictos, delincuentes, inmigrantes, maltratadas o sin techo, están en esas circunstancias fruto de sus malas decisiones (o sus conscientes elecciones) y, de un modo u otro, de manera merecida, lo que les convierte en seres insuficientemente dignos de una asistencia estable, pública, sostenible y de calidad.

No encuentro suficientes respuestas para comprender cómo hemos aceptado construir un modelo de asistencia social en el que las organizaciones compiten por las migajas, precarizando el sector, la calidad de sus intervenciones, comprometiendo la sostenibilidad de sus acciones y procesos de cambio emprendidos con las personas, y exponiendo a la exclusión a sus propios trabajadores y trabajadoras. Solo me sale terminar como empecé ¿son estos los servicios que queremos?

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