Revictimizar

Revictimizar

 

“El acontecimiento no puede cambiarse, la vivencia de lo que paso sí puede ser transformadora” (Xavier Etxeberria)

 

Según la R.A.E. la víctima es aquella que padece un daño o que muere por culpa ajena o por causa fortuita, o aquella persona que padece las consecuencias dañosas de un delito. Es un concepto que resulta más o menos conocido y manejado por todos, y que ha sido objeto de polémica en las últimas semanas, quizá por una interpretación descontextualizada y excesivamente superficial.

Si atendemos a la definición de la R.A.E., las terapeutas ocupacionales trabajamos comúnmente con víctimas: víctimas de accidentes de tráfico, víctimas de accidentes domésticos o laborales, víctimas de actos violentos y deliberados de terceros, víctimas de conflictos bélicos, víctimas de contextos de desigualdad, estructuras, sistemas, procedimientos y actos discriminatorios, etc. Sin embargo mantenemos, casi por automatismo, esa única interpretación del concepto que vincula el proceso de victimización exclusivamente al hecho violento directamente causante del daño, sin observar otras formas posibles de lesionar la integridad y la dignidad de las personas, agravando y reforzando esa condición de víctima.

A este respecto sería conveniente atender a otras definiciones como la propuesta por la Organización de las Naciones Unidas que entiende por víctima “a las personas que individual o colectivamente hayan sufrido daños, inclusive lesiones físicas o mentales, sufrimiento emocional, pérdida financiera o menoscabo substancial de sus derechos fundamentales, como consecuencia de acciones u omisiones que violen la legislación penal vigente en los Estados miembros, incluida la que proscribe, el abuso de poder. En la expresión víctima se incluye además, en su caso, a los familiares o personas a su cargo que tengan relación inmediata con la víctima directa y a las personas que hayan sufrido daños al intervenir para asistir a la víctima en peligro o para prevenir su victimización”.

Efectivamente, hay otras formas de infligir dolor a una víctima, más allá del hecho original que la convirtió en tal. Y están mucho más próximas a nuestras prácticas y nuestros contextos habituales de desempeño profesional de lo que creemos. Algunas de ellas, las hemos observado con nitidez estos últimos días, con motivo de la conmemoración del secuestro y asesinato de Miguel Ángel Blanco, conformando el proceso conocido como revictimización, doble victimización o victimización secundaria.

La victimización secundaria se refiere al daño (no deliberado, pero efectivo) que sufre la víctima y que se derivada de la relación que se establece entre ella y el resto de operadores sociales intervinientes en su proceso de atención/recuperación: familiares, policías, sanitarios, jueces, peritos, mutuas, medios de comunicación, vecinos y amigos, empresa, instituciones, servicios sociales, burocracia, otras asociaciones de víctimas, políticos, etc.

La victimización secundaria se produce cuando te roban el coche y tu padre te dice que “¡cómo lo aparcaste en ese descampado!”, cuando se acude a una comisaría y, en busca de una precisa descripción, se nos hace rememorar insistentemente el hecho doloso, cuando los profesionales sanitarios consideran que el proceso de recuperación no se está produciendo con la suficiente celeridad, cuando se accede al cuerpo lesionado para examinarlo como un objeto para tasar el daño, cuando se acude a pedir ayuda a servicios sociales y se nos responde que “por qué no hemos venido antes”, cuando la cita para que nos evalúe el forense se produce cuando ya estamos curados, cuando en nuestro entorno de amistades encontramos discursos que legitiman hechos similares a los que nos causaron dolor, cuando nos despiden porque ya no rendimos como antes, cuando contamos lo que nos está pasando y todos obvian su responsabilidad de denunciarlo depositando ese peso en nosotros, cuando el profesional se centra en mi rehabilitación física de forma mecánica sin atender el componente emocional que implica estar en esa situación por culpa de un tercero, cuando me mandan una carta informando de lo que cuesta la ambulancia que me trasladó y pidiendo papeles si no quiero tener que pagarla, cuando las instituciones me niegan un reconocimiento público, o cuando utilizan mi imagen para otros fines distintos relacionados con sus propios intereses, cuando los medios de comunicación ofrecen explicaciones y argumentos varios sobre los acontecimientos pretendiendo justificarlos, cuando nadie exige al agresor la restauración efectiva del daño o el arrepentimiento, cuando pasado el estado shock la atención psicológica corre de mi bolsillo, cuando me envían la factura de la exhumación del cadáver de mi abuelo represaliado, etc.

Resulta especialmente lesivo, ya que, como afirma Paz del Corral, “las estructuras creadas para tutelar a las víctimas provocan una sensación de vacío y falta de aliento que alimenta la sensación de dolor (…) se quiebra, con ello, el sentido simbólico sobre el que se asienta su condición de garante de la cohesión social”. En este sentido, la Ley 4/2015, de 27 de abril, del Estatuto de la víctima del delito (véase la fecha de aprobación y valórese el interés del legislador por disponer un marco unificado que regule los derechos de las víctimas en nuestro país) reconoce en su preámbulo, que nuestro Estado de Derecho se ha “centrado, casi siempre, en las garantías procesales y los derechos del imputado, acusado, procesado o condenado”, evidenciando, “una cierta postración de los derechos y especiales necesidades de las víctimas del delito que, en atención al valor superior de justicia que informa nuestro orden constitucional, es necesario abordar”, siendo oportuno hacerlo con motivo de una trasposición de Directivas europeas de los años 2009 y 2012.

Lejos de contribuir a la superación del dolor, los procesos de victimización secundaria, lo perpetúan, manteniendo a la persona “anclada” al hecho que cambio su vida para siempre, e impidiendo la recuperación de la propia vida tras la pérdida. En España tenemos múltiples ejemplos (las víctimas del Yak-42, los afectados por la Talidomida, las víctimas del amianto, las víctimas de terrorismo, las víctimas del accidente del metro de Valencia, etc.) por esto, sigue resultando sorprendente que, quienes se han apropiado del discurso de la defensa de sus derechos, impulsen (en el mejor de los casos), medidas como la prisión permanente revisable o el sostenimiento de la Doctrina Parot, de un carácter “netamente anti-restaurativos”, tal y como sostiene José Luis Segovia.

Las instituciones, y dentro de ellas los profesionales que intervenimos desde cualquier área, debiéramos posicionarnos explícitamente y en primera instancia, tal y como apunta Xabier Etxeberria, ante “la asimetría moral decisiva que se crea entre la víctima inocente y el perpetrador culpable”, además de conocer, por qué no, las motivaciones morales que pudieran servir a la víctima como motor para la superación del hecho doliente, y la consecución de la paz y el sosiego personal, y que pueden tener relación con la necesidad de cerrar un ciclo, con la lealtad hacia los valores del familiar que ya no está, con creencias religiosas, con la necesidad de trascender la unidad en el odio a quien causó el sufrimiento, con el deseo de construir una sociedad mejor sirviendo de ejemplo, etc. como sugiere Francisca Lozano. Solo así podremos  garantizar el desarrollo de “procesos éticos”, que reconozcan y legitimen la dignidad de las personas, ayudándolas a trascender su condición de víctimas para llegar a ser supervivientes.

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