Years and Years

Years and Years

El título de esta entrada bien podría hacer referencia al tiempo que llevo sin escribir para Ocupando los Márgenes. Ayer concretamente cumplí un año y siete meses de silencio. No es porque no quiera o no sepa de qué hablar, en estos meses me han pasado cosas, he leído, escuchado y visto muchas otras que han generado en mí reflexiones susceptibles de trasladar al blog, pero las circunstancias en algunas ocasiones y la prudencia, en bastantes otras, me han mantenido más cerca de las cervezas que de los teclados, para mi propio disfrute y a la vez mi propia culpabilización.

El detonante definitivo que me ha movilizado hasta el ordenador ha sido, y ahora se entenderá definitivamente el título, el visionado de la serie: “Years and Years”; una mezcla entre la versión británica de Cuéntame y Black Mirror, o para que todo el mundo lo entienda, la historia de una familia londinense, más o menos corriente, y su transformación a lo largo de 15 años, como consecuencia de los cambios sociales y tecnológicos que se van sucediendo en su entorno.

Efectivamente, Years and Years nos muestra lo que muchos nos hemos preguntado a lo largo de varios años… qué pasaría si Antonio Alcántara alcanzase el tiempo presente y cómo evolucionaría su familia hasta llegar a 2030. Por lo que sea, alguien en la BBC ha estado más rápido y a TVE le han comido la tostada (una vez más) para producir la nueva distopía de moda.

Bromas aparte, la serie, que se emite en HBO, relata, partiendo desde un presente tremendamente próximo a la realidad (tanto que uno no puede evitar ponerle nombres propios a personajes y/o circunstancias del panorama nacional e internacional) un futuro desalentador y, sin embargo, no apocalíptico. Years and Years no es Mad Max, no es Doce Monos, no es Interestellar, no es The Road, ni siquiera se acerca a sus escenarios de aniquilación, y, sin embargo, su contenido es igualmente perturbador e inquietante. O quizá incluso más, porque durante los quince años de evolución de la historia, uno tiene la sensación de que lo acontecido a sus personajes es perfectamente factible, incluso basado en hechos reales, cotidiano y a la vez… invisible a nuestros ojos, camuflado entre las bondades de la modernidad, la tecnología, el consumo y la happycracia.

A través de los padecimientos sufridos por los integrantes de la familia Lyons, Russell T. Davies guionista (y uno de los directores), pone sobre la mesa problemas de tremenda actualidad que me gustaría enumerar, al efecto de que quien pueda sentirse animado a ver la serie tras leer estas líneas, pueda compartir con nosotros sus reflexiones:

  • La quiebra del sistema financiero y el rescate bancario.
  • El desempleo y la precarización del mercado laboral, centrándose especialmente en el fenómeno de los trabajadores pobres, de las empresas de supuesta “economía colaborativa” y la pérdida de empleos derivada del uso de la tecnología.
  • El problema del acceso a la vivienda, la gentrificación y la guetificación.
  • El acceso a un sistema de salud tremendamente moderno, automatizado y eficiente en el abordaje de enfermedades pero, a la vez, privado y solo al alcance de muy pocos.
  • La emergencia climática de la que se derivan movimiento migratorios y de asilo.
  • La privacidad en el uso de los datos y su gestión, derivada de una tecnología que es el centro de la cotidianidad, capaz de integrar y predecir tendencias de compra o de voto, esperanza de vida, etc.     
  • El auge de los populismos, su seducción con discursos vacíos, irracionales y emocionales. Su entrada en los parlamentos y su capacidad para bloquear la actividad política, blanquearse y acabar fagocitando el poder. 
  • El transhumanismo, o la búsqueda de la evolución del ser humano a través de medios artificiales y tecnológicos, sus posibilidades, sus límites, sus repercusiones.

Y pese a nuestros múltiples esfuerzos, todavía habrá quien se pregunte ¿y esto que tiene que ver con la terapia ocupacional?, o como dirían Estíbaliz García y nuestra querida Silvia Sanz ¿qué tiene que ver esto conmigo si yo trabajo en Burgos?

La respuesta, sin ánimo de hacer spoilers, la expresa con nitidez la abuela Lyons en un elocuente discurso en una de las últimas cenas familiares. En ella, culpa a la generación de los nacidos en los 80 (quizá podríamos abrir el abanico de responsabilidad a los nacidos en los tardíos 70 y los primeros 90) no solo por dejarse seducir por movimientos políticos ambiguos con oscuros intereses, sino por su inacción ante los cambios sociales y los nuevos estilos de vida, es decir, por sus elecciones ocupacionales. En concreto dice algo así como (atención spoiler): “cuando sustituyeron a las mujeres de las cajas por esas otras cajas de autoservicio no hicisteis nada. Hace veinte años, cuando aparecieron ¿os marchasteis? ¿escribisteis cartas de queja? ¿comprasteis en otras tiendas? No. Os pareció mal pero dejasteis que pasara y ahora aquellas mujeres han desaparecido y nosotros lo permitimos. Y yo creo que sí nos gusta el autoservicio. Lo queremos, porque significa que podemos entrar ahí, coger lo que queremos y salir sin tener que mirar a esa mujer a la cara. La mujer que cobra menos que nosotros no está, nos libramos de ella”.  

Las terapeutas ocupacionales, especialmente aquellas formadas desde una perspectiva occidental y “primermundista” de la profesión, ponemos especial énfasis en la recuperación de la productividad de las personas, su participación social y su incorporación al empleo, dedicando a ello buena parte de nuestros objetivos y tiempo de trabajo. Evidenciando que, en nuestro contexto social y político, las ocupaciones productivas prevalecen en importancia frente a otras, a pesar de que, en la mayoría de los casos, los episodios de enfermedad grave nos hagan cuestionarnos el excesivo tiempo dedicado a la empresa en detrimento de nuestro cuidado personal, la familia, los amigos, la implicación en causas, el ocio o el descanso… viniendo a redistribuir ese orden de prioridades.

A pesar de esto, poco se habla (y mucho menos se escribe) en terapia ocupacional sobre una incorporación crítica al mercado de trabajo, sobre la necesaria inclusión de una dimensión ética, de género, de clase y medioambiental a esa “imprescindible” productividad. Sin duda ayudamos a las personas a salir de sus crisis, pero… ¿hacia dónde?

Y sin embargo, desde mi punto de vista, el valor diferencial del agudo discurso Muriel Lyons reside en que no pone el foco en quien produce, en la cajera del súper, la empleada de banca, en el repartidor de Glovo o el conductor de Cabify… sino en quien consume, es decir, en quien desempeña las ocupaciones de ir a la compra, usar un medio de transporte, organizar sus ahorros o cenar, por emplear el lenguaje de las actividades de la vida diaria. Y es que si algo resulta todavía más sorprendente que el inocente discurso sobre la productividad existente en terapia ocupacional, es la práctica ausencia de una articulación teórica coherente sobre el consumo vinculado a la ocupación; aún a sabiendas de que, probablemente, la única vía para acabar con formas de productividad medioambiental y humanamente destructivas, pasa  por el cambio individual y colectivo en nuestras formas de consumir. 

Y es que, en un contexto como el nuestro, en el que, en la práctica, la gran mayoría de las actividades cotidianas acaba dependiendo de una transacción, nadie debería llevarse las manos a la cabeza si algunos empezásemos a emplear los términos desempeño ocupacional y consumo ocupacional como análogos. Máxime cuando cada vez son más las voces dentro de la profesión que abogan por una expansión de la terapia ocupacional en el marco de la iniciativa privada, desprestigiando, en cierto modo, los servicios públicos u otras iniciativas que no dependan necesariamente de un intercambio económico y a pesar de que nuestra sociedad todavía parece resistirse a que determinadas cuestiones como la salud, la seguridad, o la justicia, queden expuestas a las leyes de la rentabilidad y el mercado, quizá con cierto fundamento.

Si alguien nos dijera en la sala de terapia que quiere recuperar la movilidad de su brazo para ir a un instituto con una ametralladora, o que quiere incorporarse cuanto antes a su empresa para seguir acosando a sus compañeras, creo que no dudaríamos en poner límites impulsados por nuestra propia moralidad. Y, sin embargo, cuando en un plano más teórico o menos extremo se expresa la necesidad de impulsar una dimensión ética, medioambiental o de género en nuestras terapias, como vía de promoción de un desempeño ocupacional responsable, a algunas/os todavía les sigue pareciendo un atentado contra la autonomía individual, aunque el planeta se destruya, aunque las mujeres sigan muriendo cada día. Esta postura es coherente con quienes defienden un Estado de mínima intervención en donde el juicio personal y las leyes de la oferta y la demanda sirven para regular el sistema social. El precio de la vivienda, la venta de preferentes, el uso de armas, la deslocalización de la producción, los paraísos fiscales, la destrucción de los ecosistemas o la extinción de las especies, son ejemplos del “éxito” rotundo de este modelo ultra liberal. Paradójicamente, tal y como argumenta Owen Jones en “Establishment”, quienes más defienden un Estado de mínima intervención son los que más acaban reclamando los recursos públicos para rescatar a sus bancos, sus autopistas, para bonificar la contratación, para impulsar ayudas al alquiler, o para emprender.    

Frente a ello, hay quienes abogamos por la denostada idea del intervencionismo del Estado, especialmente ante aquellos aspectos esenciales para la vida y las relaciones humanas que puedan verse más amenazados ante la ausencia de límites de la codicia individual. Lógicamente, un intervencionismo ponderado, supervisado por poderes independientes y orientado a un bien común que, ahora más que nunca convendría definir con claridad, para garantizar que ese control no acabe siendo perverso, interesado, abusivo o corrupto, como ocurriera otrora.  

Pero en el contexto actual parece poco inteligente y un poco naíf confiar en el poder regulador del Estado y sus instituciones. Probablemente si en los 80 nos hubieran dicho que el supermercado de debajo de casa abriría todos los días hasta las 23:00, sábados, domingos y festivos incluidos… hubiéramos pensando que su dueño era, sencillamente, un explotador. Hoy, la idea de la liberalización del horario comercial ha calado tan hondo en la sociedad que nadie concibe no poder ir a comprar un domingo por la tarde. Ni siquiera hay conciencia de un tiempo pasado en el que las cosas no eran así, en parte porque también han logrado que tu supermercado de debajo deje de existir. Lo han conseguido, a pesar de los empleos destruidos, de los oligopolios, de la reducción de salarios, de los locales vacíos en cada uno de los barrios…

Por otro lado, la regulación del estado responderá siempre parcialmente (y probablemente tarde) a la evolución de sociedades como la nuestra. Un ejemplo claro es la irrupción de Cabify, Uber, Spotify, RB&B, Amazon, HBO u otras empresas que, fruto de las posibilidades de la tecnología, han aprovechado los resquicios del sistema para competir el espacio de los negocios tradicionales. Su comodidad, su modernidad, su precio, su limpieza, su accesibilidad, su marketing o su percepción de un mayor estatus para sus clientes, han sido suficiente para que el ciudadano de a pie obvie las condiciones laborales de sus trabajadores, la evasión de impuestos, el incumplimiento de las normativas, o la competencia desleal.

En nuestro contexto parece, en consecuencia pertinente, defender que es imprescindible algo más que la regulación de los gobiernos para conseguir un desempeño (o consumo) ocupacional responsable, algo que pueda interpelar directamente al ciudadano. Elelwani Ramugondo aporta, a este respecto, el concepto de conciencia ocupacional, entendida como la conciencia permanente de las dinámicas de hegemonía y el reconocimiento de que las prácticas dominantes se sustentan en las actividades cotidianas de la gente, las que tienen consecuencias para la salud tanto personal como colectiva.

Por tanto, si entendemos la salud, el medio ambiente, la vivienda o el empleo, como bienes que merecen ser protegidos, por su especial impacto sobre la calidad de vida de las personas, y que están expuestos a ser cuidados o deteriorados por la propia actividad humana, parece procedente que los terapeutas ocupacionales trabajemos, en primera instancia, en la línea de impulsar una conciencia ocupacional institucional, una “responsabilidad social corporativa” referida a aquello que tenemos entre manos cuando trabajamos. Una conciencia ocupacional que, a su vez, pueda ser transmitida a la ciudadanía en el desempeño cotidiano de nuestras terapias, sin complejos y desde la tranquilidad de conocer las dimensiones sociales de aquellas ocupaciones que contribuyen realmente al bien particular de ciudadanos/as concretos, y que no solo no lesionan los intereses generales, sino que contribuyen a preservarlos, protegiendo, muy especialmente, al bien común de nuestras sociedades. Desde esta perspectiva, en donde la ocupación humana puede ser considerada, en igual grado, una fuente de bienestar, salud y transformación social, o un arma de destrucción masiva, parece imprescindible reclamar un desempeño más consciente y una ética profesional más presente, que además trascienda los modelos de la deontología médica que tradicionalmente hemos asumido y reproducido de forma acrítica para nuestra profesión.

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