Incorporar la Perspectiva de Género en los procesos de rehabilitación
“Es necesario que se lleve a cabo una discusión sobre la importancia del género desde la Terapia Ocupacional y que se generen, en el contexto universitario y en la formación continua de las/los profesionales, espacios que faciliten la formación de sujetos conscientes de las prácticas que realizan en la vida cotidiana de las personas”
Este texto surge de mi reflexión a la luz del post llevado a cabo por Isabel Vidal (La Terapia Ocupacional ante la huelga feminista del 8 de marzo) y la entrevista realizada por los responsables de Ocupando los Márgenes a Ayelén Losada (Ayelén Losada: Es necesaria una reflexión ideológica de lo que hacemos como profesionales. No existe la “asepsia” en la intervención psicosocial y comunitaria). En ellas se pone en relevancia la importancia de que incorporemos la perspectiva de género en nuestra práctica profesional como terapeutas ocupacionales.
La perspectiva de género es una categoría de análisis que ha sido incorporada por el pensamiento feminista, y los diversos feminismos, en su objetivo de visibilizar y luchar en contra de la condición de subordinación de las mujeres. Aunque en sus inicios fue entendida como el “estudio de la mujer” o el “estudio de las mujeres”, pronto se dieron cuenta que no se avanzaría en la igualdad solo estudiando e incidiendo en las mujeres; que era necesario analizar a todos los niveles las relaciones mujer-hombre. Es en esta búsqueda cuando surge y se expande el concepto de género como categoría de análisis. El concepto «género» designa lo que en cada sociedad se atribuye a cada uno de los sexos, es decir, se refiere a la construcción social del hecho de ser mujer y ser hombre, a la interrelación entre ambos y las diferentes relaciones de poder/subordinación en que estas interrelaciones se presentan (De la Cruz, 1998). De esta manera, el término «género» no es un sustituto a la palabra «mujeres»; la categoría género va más allá e insta a dar espacio a la búsqueda de sentido del comportamiento de hombres y mujeres como seres socialmente sexuados en un sistema y estructura social ─el patriarcado─ que históricamente ha generado situaciones de discriminación y marginación de las mujeres en los aspectos económicos, políticos, sociales y culturales; en los ámbitos público y privado.
El género determina lo que es conveniente, adecuado y posible para hombres y mujeres en relación a sus comportamientos y actitudes, papeles y actividades, y participación en los diferentes ámbitos sociales: en el entorno familiar, en la educación, en el gobierno, en las actividades económicas, en la distribución de los ingresos y de los recursos, y en las instituciones, para cada contexto sociocultural particular (De la Cruz, 1998). Este comportamiento aprendido es lo que define la identidad de género y determina los roles de género.
Desde la lógica binaria impuesta por el patriarcado, a las personas se les asigna (y, al mismo tiempo, asumen, incorporan y «naturalizan») roles diferenciados según se les identifique sexualmente como hombres o mujeres. Esta lógica patriarcal binaria es también jerárquica (Waisblat y Sáenz, 2013), es decir, identifica los valores de lo humano con los asignados al hombre, dotando a las atribuciones masculinas valor de verdad; y, por tanto, definiendo a la mujer en negativo, como «no-hombre», y configurando la idea de su inferioridad.
Desde esta lógica patriarcal, binaria y jerárquica, encontramos la construcción social estereotipada del hombre como «trabajador asalariado eficaz» (proveedor de la familia), privado de la capacidad de aprender ante el reconocimiento del riesgo y del peligro (y, por tanto, inducido a más riesgos para la salud), inútil en el mantenimiento de sus actividades de la vida cotidiana, con dificultad para conectar con sus sentimientos, desposeído de su paternidad, inutilizado para el contacto enriquecedor con su pareja y construido como dependiente funcional. Se trata de un hombre ideado como un ser omnipotente, activo, fuerte y capacitado para enfrentarse con lo público de un modo privilegiado, con los códigos adecuados para el aprendizaje competitivo y jerárquico y con lazos sociales precarios. El hombre se percibe y se piensa «superior y poderoso», y su identidad se retroalimenta poseyendo a las mujeres de diferentes maneras, usando la fuerza, la agresividad y la violencia si es preciso. Hombres que han naturalizado su poder. Sin embargo, el privilegio masculino es también una trampa, ya que obliga al hombre a demostrar en todo momento su virilidad y le imposibilita a pensarse diferente, a cuestionarse y a que conecte con sus propios malestares (Waisblat y Sáenz, 2013).
En coherencia, se construye el estereotipo de la mujer como «ama de casa», cuidadora de la familia; una mujer concebida en negativo (como «no-hombre»), como complemento, como fragilidad; con los códigos de la afectividad y el cuidado y que ha hecho de ser madre y cuidadora su identidad, desplazando su sexualidad hacia la maternidad, renunciando al derecho al placer, y quedando supeditado su ascenso al ascenso social del hombre (Waisblat y Sáenz, 2013). Lo “masculino” se ha considerado históricamente superior a lo “femenino”, y las mujeres hemos sido ubicadas en una posición de vulnerabilidad frente a los hombres; hemos sido socializadas en la sumisión y en la pérdida de control de nuestras vidas, y por tanto, en la indefensión haciéndonos susceptibles y vulnerables a procesos de todo tipo de violencia: directa, simbólica y estructural (Vegas, 2012). Acoso, agresiones sexuales, violaciones, feminicidios; interiorización del miedo e indefensión de género; micromachismos, falta de referentes femeninos; dobles y tripes jornadas, brecha salarial y techo de cristal son las múltiples situaciones de discriminación a las que tenemos que hacer frente las mujeres en la actualidad.
Los roles asignados y asumidos por cada género conllevan comportamientos, expectativas y la participación en ocupaciones que pueden limitar y afectar negativamente a la salud de mujeres y hombres. Son generadores de algunos de “los malestares de la vida cotidiana”, tal y como nos explicaba Ayelén Losada en su entrevista; malestares que la gente sufre y que habitualmente no analiza ni cuestiona porque los considera normales. Trabajar desde una perspectiva de género plantea desmontar el guión; romper con esta concepción binaria y jerárquica, que fagocita tanto a mujeres como a hombres, y construir las condiciones de posibilidad de relaciones más igualitarias (Waisblat y Sáenz, 2013).
De esta forma creo que, de manera indefectible, es necesario que incorporemos la perspectiva de género en nuestra práctica profesional como terapeutas ocupacionales. Y no solo en las intervenciones comunitarias, tal y como defendían Isabel Vidal y Ayelén Losada, sino que es necesario incorporarla en cualquier puesto de trabajo donde un/a terapeuta ocupacional desarrolle su trabajo. Este es el objetivo de este post, sumar a lo aportado por las compañeras, y reflexionar y abogar por poner en valor una perspectiva de género en los procesos de rehabilitación.
Podemos decir que la reflexión desde la perspectiva de género ya está siendo incorporada, tímidamente, en los procesos de rehabilitación psicosocial en los programas de salud mental (Testa y Spampinato, 2010; Activament, 2018). Sin embargo, en la rehabilitación funcional de personas que adquieren una «discapacidad física» a lo largo de su vida esta reflexión está lejos de que se dé. Y al igual que una situación de desempleo puede desencadenar una crisis vital en algunos hombres por no poder cumplir con los mandatos de género, tal y como nos mostró el proyecto “Hombres con Cuidado” del Centro de Desarrollo de Salud Comunitaria Marie Langer y la Comunidad de Madrid (Cantero y Emeric, 2018); adquirir una diversidad funcional y vivir con ella también genera malestares de la vida cotidiana por razón de género que se suman a las muchas otras dificultades que la persona experimenta durante su proceso de rehabilitación. Negar estos malestares y no incorporarlos en nuestra valoración e intervención como terapeutas ocupacionales, impugna nuestra vocación holista y centrada en las dificultades cotidianas de las ocupaciones diarias.
En la investigación etnográfica que desarrollé hace unos años sobre personas que sobreviven a un traumatismo craneoencefálico (TCE) (Sanz-Victoria, 2017; 2015) pude observar cómo la actitud que adopta la familia ante la persona con TCE, clave para su proceso de rehabilitación, estaba condicionada por los valores culturales que predominan en nuestra sociedad. De esta manera, se podía claramente identificar cómo, en el momento en que regresan a su domicilio y comienzan a incorporarse tímidamente a la vida cotidiana, la actitud de la familia (y, posiblemente, de la propia persona con TCE) es diferente en función del sexo de la persona accidentada y de los mandatos de género que lleva asociado. La actitud de los padres no parece ser la misma cuando se trata de un hijo o una hija con TCE. A las mujeres, en la medida que pueden, se les insta a que se hagan cargo de su propia persona y que colaboren en casa en actividades tradicionalmente adjudicadas a las mujeres (poner la mesa, hacer la cama, cocinar, etc.). La exigencia parece mayor. Sin embargo, con los hombres, especialmente las madres, adoptan un rol de completas cuidadoras no favoreciendo la implicación en actividades de la vida diaria. Este planteamiento no parece ser aislado en las personas con TCE, sino que se presenta en otras situaciones de diversidad funcional (Iañez, 2009, Tomás et al., 2003).
Este patrón de relación en base a los roles estereotipados de género se va consolidando a largo plazo impactando significativamente en los procesos de autonomía de las personas que sobreviven a un TCE. Las mujeres con TCE con las que interactué durante el trabajo de campo parecían desempeñar un papel más activo en casa, asumiendo el estereotipo de mujer como «ama de casa». Esta imagen de mayor activación parecía posicionarlas en mejor situación para ir asumiendo otros objetivos de autonomía como quedarse solas en casa, realizar desplazamientos por la comunidad de manera independiente o plantearse ir a vivir solas. Sin embargo, las mujeres que, por experimentar mayores dificultades físicas y cognitivas, no asumían este rol activo en el domicilio “propio de las mujeres”, también parecían tenerlo más complicado para conquistar otros logros en su autonomía personal (decidir sobre su aspecto, sobre sus actividades diarias, sobre su vida afectiva y sexual, etc.).
Por el contrario, los hombres con TCE asumían un rol más pasivo en casa independientemente de las limitaciones físicas o cognitivas que presentasen. Así, los hombres con TCE –que, respecto a sus situación anterior, tienen mucho más difícil adherirse a la construcción social estereotipada del hombre «trabajador asalariado eficaz» – adoptaban un rol pasivo en casa y solían acomodarse en él y solo reivindicar aquellos aspectos más relacionados con el rol masculino en la gestión del hogar; en ocasiones con comportamientos también asociados a la masculinidad como es la agresividad (aunque la mayoría de veces esta agresividad es interpretada por los profesionales de rehabilitación como resultado exclusivamente de la lesión cerebral).
En mi investigación solo llevé a cabo una reflexión preliminar desde una perspectiva de género; no era mi objetivo; no me lo había planteado, pero me lo encontré. A la luz de estos resultados me di cuenta de la imperiosa necesidad de incorporar la perspectiva de género en los procesos de rehabilitación de las personas que sobreviven a un TCE para facilitar el logro de mayores objetivos en autonomía personal y una mayor satisfacción por ellos. Existen algunas investigaciones en contextos anglosajones que han estudiado cómo afrontan los hombres con TCE, y cómo repercute en sus procesos, no poder desempeñar los roles asociados tradicionalmente a los hombres ni encajar en el imaginario del modelo de masculinidad hegemónica (Schopp et al., 2006); así como asumir tareas tradicionalmente asociadas al género femenino (Jones y Curtin, 2011). En ambos estudios se reconoce la importancia de que, a lo largo del proceso de rehabilitación, los profesionales no solo se centren en el entrenamiento de las capacidades para realizar actividades de la vida cotidiana, sino que también se planteen abordar como parte de la rehabilitación los procesos de transición en la identidad de género que suponen el (o la carencia del) desempeño y la participación en estas actividades (Jones y Curtin, 2011). En este sentido, Schopp et al. (2006) argumentan que la adhesión a las normas de masculinidad tradicionales puede tanto facilitar como obstaculizar los procesos de rehabilitación de los hombres con TCE. A partir de los resultados de su estudio, proponen que en la rehabilitación se ponga especial énfasis en algunos valores asociados a la masculinidad, como son la determinación y el dinamismo, que impactan en positivo en los procesos; y, por el contrario, se apoye a los hombres con daño cerebral adquirido a revisar de manera crítica y redefinir ciertos aspectos de la masculinidad hegemónica, tales como las ideas tradicionales de la sexualidad heteronormativa y las relaciones de poder sobre las mujeres, que son fuente de gran frustración, insatisfacción y conflictos. Lamentablemente no encontré ningún estudio que abordara el proceso de rehabilitación de mujeres con TCE desde la perspectiva de género. Esto podría explicarse por la menor incidencia del TCE en mujeres que en hombres; o, porqué no, por la tendencia generalizada a la omisión de la perspectiva de las mujeres.
Ya lo he comentado: no soy experta en el tema; pero sí soy una terapeuta ocupacional preocupada por la constante omisión en nuestra práctica profesional de cómo los factores sociales, contextuales y estructurales, impactan en la vida cotidiana de las personas con las que trabajamos. Incorporar la perspectiva de género en nuestra práctica profesional es un paso factible y necesario. Para ello, es necesario que se lleve a cabo una discusión sobre la importancia de este tema desde la Terapia Ocupacional y que se generen, en el contexto universitario y en la formación continua de las/los profesionales, espacios que faciliten la formación de sujetos conscientes de las prácticas que realizan en la vida cotidiana de las personas (Moreno Sarmiento et al., 2018). La experimentación y aprendizaje de metodologías como los Procesos Correctores Comunitarios (ProCC) (Aguiló, 2008) o la metodología de Ver, Juzgar y Actuar que nos proponen las compañeras de Ocupación con sentido (Rodríguez Bailón et al., 2016) pueden ayudarnos a deconstruir los mandatos y estereotipos de género y promover un pensamiento crítico que facilite la exploración, realización y satisfacción de ocupaciones sin limitaciones ligadas al género de las personas y comunidades con las que trabajamos (Moreno Sarmiento et al., 2018)
2 comentarios sobre “Incorporar la Perspectiva de Género en los procesos de rehabilitación”
Apasionante compañera, cuanto nos queda por hacer y que interesante la reflexión que nos ofreces. No podemos seguir ignorando los factores ligados a la identidad de género cuando pretendemos que nuestros abordajes sean “holisticos”. De igual manera, otros factores personales como la procedencia, la raza o etnia, la clase social y otras cosnturcciones sociales vendrán a completar estas variables. Solo así, podremos ser fieles al aspecto diferenciador de nuestra disciplina. Ahora que ya hemos conquistado la parte “terapeutica” vamos a ponernos con lo “ocupacional”.
Un abrazo inmeso!
Gracias Esther. Sumemos juntas para caminar hacia una Terapia Ocupacional transformadora, que abandone la supuesta “neutralidad” que esconde ideologías interiorizadas y “naturalizadas” de machismo, racismo y capacitismo; ideologías colonizantes que son fuente de malestar y sufrimiento de las personas y comunidades con las que trabajamos.
Un abrazo 😉